Mientras estaban saliendo camino al médico, la abuela se olvidó de cerrar la puerta con llave. Eso debió ser una señal, se dijo Blanca, pero últimamente estaba tratando de no apoyarse tanto en eso de estar relacionando todo con todo, así que momentáneamente se olvidó del asunto. El tema fue al regresar, porque el destino le volvió a poner esta misma frase en la cabeza. La abuela no encontraba por ningún lado su dentadura postiza. Llamaron al médico, examinaron todo rastro del camino que habían hecho hasta el consultorio como si fueran Hansel y Gretel, pero ni señales del objeto en cuestión.
- Se habrá perdido… habrá que hacer una nueva -pensó Blanca resignada cuando la búsqueda la agotó.
Asi fue que intentando ubicar el número del dentista de la familia en la agenda que estaba en el living, notó que Bizarren, el perro de la casa, estaba sentado a su lado y la veía de cierta forma diferente a la habitual. No entendió si fue por telepatía o qué, pero lo supo al instante: Bizarren se había comido los dientes de la abuela. Dejó la agenda y se puso a observarlo fijamente, mientras el can le devolvía mansa y lánguidamente la mirada. Ahí ella palpó su panza con suavidad a ver si percibía algún objeto extraño, pero no notó nada, y el galgo ni siquiera se movió. Entonces desestimó la idea, sería muy insólito que ocurriera una cosa así, justo en el día de tanta corazonada dando vueltas. De repente el perro abrió la boca de un enorme bostezo y lo que vio Blanca fue peor que lo que había imaginado: Bizarren tenía calzados los dientes como si fueran suyos. Lo peor del caso es que le quedaban tan bien que parecían hechos a propósito para el perro.
No hubo forma de sacárselos con la mano, incluso tampoco pudo acercársele mucho el veterinario del barrio. Este último, entre resignado y confundido, le dijo:
- Por lo que pude ver, ni siquiera le molestan… -y titubeó antes de sugerirle- si usted no se ofende, le diría que se los deje hasta que se caigan solos… si es que llega a ocurrir.
La propuesta era por demás de rara, pero no había otra cosa que hacer por el momento. Lo más complicado del caso fue que los días empezaron a transcurrir, y Bizarren no sólo que no se desprendía de la dentadura, sino que estaba empezando a cambiar de comportamiento. De cachorro juguetón que era sólo un mes atrás, había pasado a convertirse en un perro reposado, tranquilo y meditabundo. Hasta había dejado de comer con el frenesí y arrebato de siempre lo que le ponían adelante. Ahora su estómago digería sólo puré y alimentos no muy pesados, y había que darle cada noche una pastilla diferente para distintas dolencias que parecía haber adquirido de repente.
A Blanca le costó asumirlo, pero la evidencia no le daba lugar a dudas: Bizarren no sólo le había usurpado los dientes a la abuela, sino también su personalidad. Bastaba mirarlo fijamente para saber que esos ojos contaban mucha historia y que cada vez se enfocaban más atrás en el tiempo, llenándolo de arrugas. Ahora hasta se sentaba impaciente frente a la TV esperando que empezara la novela de las 4, el programa con los chismes de los famosos o los resultados de la Quiniela Nacional, mientras movía la cola, satisfecho.
Blanca intentó contar esta historia a varias personas, pero nadie pareció creerle y hasta escuchó a sus hijas susurrar en secreto algo relacionado con la ciudad de Oliveros, así que se resignó a dejar todo como estaba hasta encontrar alguna solución en silencio. La única que parecía haberla escuchado con verdadera atención era la abuela, que al hacerse la nueva dentadura pidió que le imitaran los dientes de una chica de 12 años con ortodoncia rosa.
- Caprichos de vieja, ¿vio? Deme ese gusto… –pidió al mecánico dental
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