Arrojé los ojos sobre las luces del
patrullero. A pesar del golpe azul en las pupilas, pude ver a los agentes subir
al auto las sombras de los chicos que me había cruzado unos minutos antes,
cuando iba a comprar cigarrillos. Estaban un poco agresivos, es cierto, y
supongo que algún buen ciudadano amedrentado por los gritos y la actitud tuvo
la ocurrencia de marcar un nueve y dos unos. Al otro día leía en el diario que
esos mismos policías fueron separados de la fuerza por robar a unos ladrones.
El botín eran unos cincuenta mil dólares, una notebook y, supongo, algo de grass
La ciudad ensombrecida no resplandece.
Llena de figuras planas y móviles, agita el desconsuelo de una agonía sin
gritos ni espasmos. Solamente unos pocos está llamados a sentir ese momento
lúcido, esa pequeña sinusoide que afirma el final. Transito este límite, este
paso, este instante con la seguridad de un recuerdo y la pavura del horizonte
rojizo del fin del mundo. Saber que vamos a morir, y sin embargo, seguir
viviendo.
Esa noche fue la noche del primer
encuentro con Novelia.
Iba al cumpleaños de Fabricio, un bailarín más promiscuo y
puto que las gallinas. Si la memoria y los chismes no me engañan, en esa época
Fabri estaba enfiestándose con el Negro
Leguizamón (un metro noventa de cerveza) y un marinero sueco recién bajado del
buque mercante (dos metros de pura hombría nórdica).
El asunto es que estaba fumando tabaco (no fumo otra cosa, y
señalo este detalle porque será importante en algún momento del relato), estaba
fumando un tabaco, decía, en l apuerta del local de Pichincha donde se
festejaba el cumpleaños. Adentro hervía un sinnúmero de seres de todo origen y
destino. Perdido en mis cosas, en el humo del cigarrillo que siempre está por
decirme algo, veo venir a Novelia, con la minifalda y las piernas más
espléndidas de la fiesta y alrededores.
Ella me clavó los ojos, extendió la mano derecha y me tocó
la mandíbula. .
Fue un momento de esos que duran más de un momento, pero no
para siempre